lunes, 26 de julio de 2010

Esta es la vida eterna

Buen día a todos ustedes. Yo sé que los que leen esta página son sólo aquellos que me conocen y que me guardan, al menos, un poco de afecto. Para ustedes escribo. Cada vez que lo hago, le pido a Dios que me de la capacidad de escribir algo que le honre y que les edifique. Confío en que es así.

Navegando en la red, llegué a tener conocimiento de un concurso de literatura cristiana. Justo yo acababa de escribir la carta que publiqué aquí mismo. Posteriormente llegué a la convicción de que esa carta, el contenido de ella, debía adaptarla para enviarla a dicho concurso.

Acabo de enviar al concurso el escrito, y pensé que sería bueno publicarlo aquí mismo. He adaptado el contenido, y agregué algunas cosas. A los que ya leyeron la carta, pienso que también les puede ayudar este escrito. A continuación lo transcribo.



Esta es la vida eterna.

A todos aquellos pequeños a quienes han sido revelados los misterios escondidos por los siglos. A todos aquellos que han enriquecido mi experiencia cristiana.

Latinoamérica es, en términos prácticos para Dios, como cualquier otra parte del mundo. Es verdad que las culturas son diferentes en muchos sentidos, pero el ser humano es el mismo. Dios envió al Señor Jesús para la salvación de la humanidad entera, para todo aquel que creyere que él decía la verdad y que la practicaba: “para que todo aquél que en él crea, no se pierda, más tenga vida eterna” (Jn. 3:16). El objetivo por el cual debía venir era reivindicar al ser humano frente a Dios, pues ellos estaban enemistados. Es, pues, la obra del Señor Jesús, universal.

La cuestión a resolver sería, ¿cómo está afectando en nuestro entorno la vida y la enseñanza de Cristo? ¿En Latinoamérica ha tenido o está teniendo impacto? Sin embargo, por la naturaleza misma de las preguntas anteriores, desde ya se puede visualizar que hay otras más, antes que éstas, que habría que resolver. Los cuestionamientos básicos posiblemente serían ¿cuál fue el propósito, en términos prácticos, de la vida del Señor Jesús? ¿Tiene eso que ver, en términos prácticos, con la vida del ser humano, histórica y contemporáneamente? Este es el punto de partida.

“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado” (Jn. 17:3). Las anteriores son palabras que habló Uno que supo, desde su tierna edad, cuál era el propósito primario de su vida, de la vida de todos los humanos: el Señor Jesús.

En este par de frases, sencillas y categóricas, se encierra el objetivo por el cual el ser humano viene a la existencia: conocer a Dios. Saber quién es él. Saber cómo es él. Cuando alguien sabe quién es Dios, y sabe cómo es, en ese momento se le considera como viviendo una vida eterna, sin final.

Sin embargo, el apóstol Juan aclara: “a Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1:18). Entonces, como nadie ha visto a Dios, y de hecho nadie puede hacerlo, porque él habita en luz inaccesible para las criaturas (1ª Tim. 6:13-16), tuvo que volverse carne, para venir a mostrarse, para que los humanos le pudieran conocer.

Que Dios se haya vuelto un humano para venir a manifestarse es una verdad sumamente amplia. Es el postulado más impresionante que haya existido en toda la historia, es en muchos sentidos, el gran misterio encerrado por los siglos: “Indiscutiblemente grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1ª Tim. 3:16).

Para venir a manifestarse en cuerpo humano, Dios tuvo que despojarse de sus cualidades divinas, esas cualidades que comparten los 3 seres divinos, los cuales se hacen llamar: “Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Ellos tres son Dios, ellos tres han existido siempre y siempre existirán. Pero uno de ellos decidió volverse como uno de nosotros, dejar de tener lo que ellos tienen, para ilustrar, para manifestar a la humanidad cómo es él, y cómo conocerle: “Haya en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fili. 2:5-9).

Cuando un humano entiende lo suficiente esta verdad, su vida es transformada totalmente, pues deja de darle importancia a las cosas de este mundo, y se concentra únicamente en las cosas celestiales, en las eternas. Es en este momento donde se convierte en un “loco” a la vista de los demás, porque ya no piensa, ya no habla, ya no actúa como los demás en el mundo lo hacen, se convierte en alguien espiritual, pues pone sus ojos en las cosas espirituales: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:1-2). Lo anterior sucede porque el individuo logra entender cosas que le pertenecen sólo a Dios, que Dios por supuesto le revela, pero que “el hombre natural no percibe… porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1ª Cor. 2:14).

El Señor Jesús enseñó (sabiendo de lo que hablaba) que para acceder a esta clase de conocimiento, y de vida, el ser humano debe despojarse de todo lo material, y enfocarse en el conocimiento que Dios le ha dado: “así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:33). Estas son palabras verdaderas. Adán, por ejemplo, cuando Eva no quiso seguir ligada a Dios, no quiso renunciar a ella. Quiso quedarse con lo que ya poseía, desconfiando que Dios le podría proporcionar algo igual o (seguramente) mejor. Eso no le fue agradable a Dios y fue el inicio de la miseria que hoy se vive, y que se ha vivido en toda la historia del hombre. El Señor Jesús sabía eso.

Lo anterior es sencillo de entender: “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró” (Mat. 13:44-46). Los apóstoles creyeron en estas palabras: “Pedro le dijo: he aquí nosotros hemos dejado todo, y te hemos seguido, ¿qué, pues, tendremos?

“Y Jesús le dijo: de cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mat. 19:27-30).

Este es una especie de negocio (es de hecho un pacto). Es como si Dios se acercara a una persona y le dijera: “dame lo que te queda de vida, con todo lo que tienes, y te doy una vida eterna.” ¿No es un buen trato? Sin duda lo es. De esta forma, si alguien decide entrar en este pacto, entonces recibe “un talento”, en otras palabras, recibe un poco de conocimiento acerca de Dios. Lo que Dios pretende es que ese poquito conocimiento que le fue otorgado al individuo se multiplique.

Cada ocasión que Dios da más conocimiento acerca de él, lo que pretende es convertir al ser humano más a su semejanza, que el carácter sea transformado. Él se hizo carne para que la humanidad pudiera conocerle, y así acceder al conocimiento que le llevaría a vivir una vida eterna. Este fue el segundo propósito en su vida terrenal, compartir el conocimiento que él tenía: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Jn. 15:15).

Dar a conocer lo que se sabe de Dios es la evidencia de que se valora lo que Dios ha dado. Es la evidencia (si ha afectado la vida nuestra) de que creemos que es una “perla de gran precio”. Es también la evidencia de que nos estamos pareciendo a él.

El Señor Jesús dejó sus cualidades divinas y las glorias celestiales voluntariamente para venir a dar el conocimiento de Dios. Así los que creen en él renuncian a todo lo que tienen para llevar el conocimiento de él a los que no lo tienen. Esto es parecerse a él, esto es caminar por donde él caminó. Esto es lo que la Biblia enseña.

Este pacto es, de hecho, para todos los que quieran, independientemente de su edad, género, raza o cualquier otra cosa. Todos los que quieran pueden hacerlo, pueden inscribirse. Pero no todos quieren aceptar esta luz. “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas” (Jn. 3:19-20). La mayoría de las personas en el mundo prefieren quedarse con las cosas y las vidas que tienen, en vez de entregarlas a Dios. Esto sucede porque no quieren una vida santa, sino una vida de pecado, de egoísmo.

El ser egoísta es justamente lo contrario a lo que es Dios. Es precisamente no parecerse a él. Al no dejar la vida, tal como la viven los que no conocen a Dios, no se puede comenzar la otra. En el cristianismo actual, se cree que se pueden tener las dos vidas, pero esto es imposible: “nadie puede servir a dos señores” dijo el Señor Jesús. La vid no puede dar higos y la higuera no puede dar uvas. Ninguna fuente puede dar agua dulce y agua salada. Nadie puede ser abnegado y egoísta a la vez. Nadie puede ser como Jesús y como Satanás.

Si alguien se entrega por completo a estos dos propósitos de la vida del Señor Jesús, entonces puede llegar a ser como él: “el discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (Luc. 6:40). Nadie puede ser mejor que lo que él fue, pero se puede llegar a ser como él.

Lo anterior parecerá una locura a todos los que no creen en lo que el Señor Jesús hablaba, pero esto fue lo que él mismo enseñó: “El que cree en mí, las cosas que yo hago, él las hará también, y aun mayores hará, porque yo voy al Padre” (Jn. 14:12).

La mayoría de las personas en Latinoamérica (estadísticamente) dicen creer en él, pero en realidad no lo hacen. Algunos dirán que esto es una herejía, que son palabras del diablo. No es de extrañar que esto suceda: “bástele al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia (el Señor Jesús) llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa (los que creen en él)? (Mat. 10:25).

El Señor Jesús no sólo se despojó a sí mismo de sus cualidades divinas para venir a darse a conocer. Sino que se hizo obediente hasta la muerte. Se espera lo mismo de todos los que aceptan lo que él vivió, los que creen en él. Aquellos que decían creer en Dios fueron los que mataron a Dios, cuando vino a este mundo en forma humana. Pero antes de matarlo le rechazaron, se burlaron de él, le injuriaron y le persiguieron. Esto mismo le ocurre a todos los que son como él realmente. Los que realmente le conocen. Los que conocen a Dios.

Todos los apóstoles fueron maltratados y finalmente martirizados. Todos, menos Juan, fueron muertos por causa de vivir como el Señor Jesús. Pero todos estuvieron de acuerdo en eso, pues ellos tenían el mismo sentir que el Señor Jesús. Todos murieron satisfechos, contentos. Uno de ellos fue Jacobo, el hermano de Juan. Él fue muerto por Herodes, dice la Biblia que fue a espada (Hech. 12:1-2). Jacobo no pudo servir por muchos años a su Señor. Fue poco tiempo (en comparación con otros) el que pudo dedicarse al servicio de Dios y de los hombres. Le mataron pronto. Pero eso no importa. Lo que importa es que estaba siendo y haciendo lo mismo que hizo su Señor.

No importa el tiempo en que llega la invitación a entrar en el pacto, si falta mucho o poco para la muerte, lo que importa es ser como el Señor Jesús, en carácter y obra, en pensamiento y en acción, en el interior y en el exterior. Este es el propósito de esta vida. De esto depende la vida eterna.

Cercano a la muerte, el apóstol Pablo, quien había escrito que el ya no vivía de sí mismo, sino que el Señor Jesús vivía dentro de él (Gál. 2:20), escribió lo siguiente, para algunos pocos que habían creído en su predicación: “Porque para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne (en el cuerpo, en esta vida terrestre) resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros. Y confiado en esto, se que quedaré, que aun permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho…” (Fil. 1:21-25) ¡Esto es tener la misma actitud que el Señor Jesús! ¡Esto es una vida plena, en abundancia!

En el camino hacia el Gólgota, algunas mujeres lloraban y lamentaban la condición del Señor, pero él no estaba preocupado por él mismo, sino por lo que ellas tendrían que pasar después: “hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos” (Luc. 23:27-28). Las señoras vieron en los ojos del Salvador la mirada de Dios mismo, y al introducirse los sonidos salidos de la boca del que sólo hablaba para salvar, en esos oídos, recordarían por siempre la lección aprendida en esa tarde. Seguro que ellas volvieron a sus casas preocupadas por la salvación de sus hijos. Ya no les importarían las cosas materiales, sino la vida de su pequeño rebaño.

Visualizando su muerte, y su resurrección, y su recepción celestial, y la compañía de los ángeles, y todas las glorias que él sabía que le estaban esperando, el Señor seguía preocupado por la salvación de los que vino a rescatar. Quería seguir salvando personas. El mundo ya estaba obscuro, en tinieblas, lo levantaron en una cruz. Pero quería seguir salvando personas. Le dieron vinagre a beber, le insultaban y se burlaban. Pero él quería seguir salvando personas. Aguantó hasta que logró salvar a uno más ¡uno más! ¡Oh, qué ejemplo de vida ha dejado el Señor Jesús para los que crean en él! ¡Qué lecciones de actitud fueron registradas en las Escrituras de parte de aquellos que compartieron el mismo sentir que Cristo Jesús!

A lo largo de la vida he podido comprobar la veracidad de todo lo anteriormente expuesto. He podido observarlo con mis propios ojos. He visto a los más “visibles”, pero Dios ha querido que vea también a los “invisibles”. Todas las semanas, un día a la semana por supuesto, se pueden observar a los vistosos. Los reflectores les acompañan. Los equipos de sonido, los auditorios, los autos, les son preparados para “realizar la obra de Cristo”. Pero día con día, en algún rincón apartado, o en medio del bullicio citadino indiferente, los “no vistosos” hacen su trabajo de manera abnegada, de forma silenciosa quizá para la humanidad, pero preciosa y valorada celestialmente.

Te he visto muchacho anónimo. Te vi el rostro mientras escuchabas atentamente, cuando abrías los ojos sorprendido, cuando te acercaste y me dijiste: “tengo poco de saber de la Biblia, pero nunca había escuchado lo que acabas de decir”. Te seguí viendo cuando dejaste tu puesto de albañil para tomar tu Biblia y convertirte en “embajador del reino de Dios”. Construiste convicciones sólidas en mi mente, cuando después de un tiempo me contabas de todas las personas que pudiste informar acerca de las cosas celestiales, o cuando hablabas de la forma en que casi morías enfermo y solo y fuiste sanado, en un “abrir y cerrar de ojos”, para continuar tu labor. Te vi cuando decías que estabas triste porque no nos veríamos por algún tiempo.

Te he visto señora anónima. Te vi cuando dejabas de atender el puesto de ropa usada, para atender en la distribución gratuita del conocimiento de la salvación. Cuando, a altas horas de la noche, llegabas con nuevas historias, con nuevas alegrías, con nuevas preocupaciones por aquellos que aceptaban o se resistían a escuchar las palabras de vida. Te vi cuando orabas insistentemente por aquellos que tenían el mismo sentir que el Señor Jesús, y por aquellos que llegarían a creer por medio de ellos. Te vi cuando evitaste la despedida.

Te he visto joven-adulto anónimo. Te vi mientras me hospedabas en tu casa, mientras compartíamos el conocimiento adquirido directamente de la fuente segura. Te observaba cuando clavabas tu mirada en la mía comunicándome tu gratitud y tu alegría. Cuando mesías tu cabello en señal de preocupación y lucha, pero también radiante después del triunfo de la fe. Cuando me comunicaste que dejarías tu proyecto millonario, en el cual habías invertido años, porque querías conseguir el “tesoro escondido”. Te vi cuando me acompañaste aquella noche en el bosque, a visitar a la familia no creyente de una hija preocupada por ellos, cuando apareció la víbora, cuando la mataron, cuando la gente se juntó, y aguantó hasta las horas de la madrugada, atentos a todo aquello que les parecía tan novedoso. Te vi cuando, de madrugada y casi a solas, eras descendido en las aguas de un río, como lo fue un día el Señor a quien amas. Te vi cuando nos despedíamos con una oración a Dios.

Te he visto muchacho anónimo. Te vi aquel día, en penumbras junto a tus compañeros de colegio, de madrugada y despeinado, escuchando atentamente con la lámpara en tu frente apuntando hacía la Biblia. Mientras comprobabas si lo que se decía era como estaba escrito ahí. Te seguí viendo cuando día con día me buscabas para seguir aprendiendo de aquello que antes no habías visto. Te escuché tocar el violín cuando todos dormían. Escuché sonar las hojas de las Escrituras mientras las estudiabas, y seguramente pensabas que nadie te veía. Te observé esa noche que caminamos juntos más de veintisiete kilómetros rodeados de la selva amazónica, cansados y sedientos. Cuando estuvimos a un par de metros del lagarto agazapado en el río, cuando queríamos tomar un poco de agua. Cuando me acompañaste a predicar en tantos ocasiones. Cuando, antes de mi partida, me revelaste lo que te habían revelado a ti: “usted no sabe, y no se lo había dicho, pero ahora quería decírselo. Una noche tuve un sueño, en respuesta a una oración que le hice a Dios. Yo quería entender la carta a los Hebreos, y por más que me esforzaba no lograba entenderla. Le pedí a Dios que pudiera entenderla. Soné que alguien me explicaba, que alguien era enviado por Dios para que yo la pudiera entender. Entonces le miré a usted en mi sueño. Soné con usted algunos meses antes de conocerle”. Te vi cuando me decías que ya no querías una carrera profesional, sino querías ser un misionero.

Te he visto joven anónima. Te vi cuando fuiste comprendiendo poco a poco los costos que implica el conocer a Dios. Cuando sabías que tu trabajo estable y confortable en la clínica dejaría de serlo. Cuando te visualizaste siendo una embajadora de Cristo. Cuando llorabas porque la decisión era muy fuerte. Te vi cuando me contabas de lo exitoso según este mundo que estaban siendo tus compañeras de estudios y de profesión. Pero también cuando, sumamente feliz, me contabas de tus decisiones de salir de tu ciudad y mudarte a otra para poder alcanzar a los que amabas. Te vi cuando no lograste que todos aceptaran, cuando estabas triste. Te vi cuando me pedías ayuda y accedí a visitarte en aquella ciudad para “echarte la mano”. Tu mirada expectante, y la sonrisa final, cuando nos despedíamos y me decías: “ojalá pudieras quedarte siempre, pero sé que ahora nos toca a nosotros”. Te veo cuando leo tus cartas con las noticias del avance de la obra.

He visto, por la gracia de Dios, a muchos otros. Personas normales viviendo vidas anormales. Hombres y mujeres, pequeños y grandes de edad, resplandeciendo como estrellas en el firmamento, ayudando a guiar a otros en el mar de este siglo. Ejemplos admirables de la vida cristiana. Lo mismo ha sucedido a lo largo de la historia. Desde los tiempos apostólicos, pasando por la edad obscura, por el periodo de la reforma, de los movimientos religiosos de los siglos 19 y 20, hasta la actualidad y un poco más allá, cuando el Señor regrese, ha sido y seguirá siendo de la misma manera. Vida por vida. Unos la dan, entera y con todo lo que tienen, para que otros la obtengan. Los libros de historia no han podido, y no podrán nunca registrar a tantos que han dado sus vidas para que otros la hallen. Pero los anales de la historia celestial los tienen anotados con letras de sangre, sus nombres están grabados en las manos mismas del que les dio el ejemplo, del que lo vivió primero.

Esta es la manera en que, lo que enseñó y vivió el Señor, está afectando a Latinoamérica, y seguramente de igual forma al mundo entero. Esta es la relevancia, en términos prácticos, de lo que está registrado en las Escrituras. Este es el propósito del ser humano: esta es la vida eterna.

“Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer por su buena voluntad. Haced todo sin murmuraciones ni contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; asidos de la Palabra de vida, para que en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni en vano he trabajado. Y aunque sea derramado en libación sobre el sacrificio y servicio de vuestra fe, me gozo y regocijo con todos vosotros” (Fil. 2:12-17).

Hasta aquí el escrito.

Que Dios les cuide.

Juan Carlos

lunes, 5 de julio de 2010

La pregunta universal

El día de ayer escribí una carta personal a una persona que conocí hace varios años. Mientras le escribía le pedí a Dios que me concediera el escribir algo de beneficio para esa persona. Cuando terminé de escribir me di cuenta que debía compartir esto no sólo con él, sino con muchos otros. Por ello es que lo transcribí en mi computadora (la carta que escribí fue a mano), para ponerlo aquí en el blog.

No estoy transcribiendo la introducción, por ser puramente personal, pero escribiré el cuerpo mismo de la carta. A continuación el escrito:

Ahora, mientras le escribo, viene a mi mente la pregunta universal: ¿Cuál es el propósito de esta vida, de la existencia? Seguramente usted se hizo esta pregunta alguna vez, o aun en este momento no tiene respuesta satisfactoria todavía. Permítame colaborar un poco.

“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado” (Juan 17:3). Las anteriores son palabras que habló Uno que supo, desde su tierna edad, cuál era el propósito de su vida, de la vida de todos los humanos: el Señor Jesús.

En este par de frases, sencillas y categóricas, se encierra el objetivo por el cual el ser humano viene a la existencia: conocer a Dios. Saber quién es él. Saber cómo es él. Cuando alguien sabe quién es Dios, y sabe cómo es, en ese momento se le considera como viviendo una vida eterna, sin final.

Sin embargo, el Señor Jesús también dijo: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Entonces, como nadie ha visto a Dios, y de hecho nadie puede hacerlo, porque él habita en luz inaccesible para las criaturas (1ª Timoteo 6:13-16), tuvo que volverse carne, para venir a mostrarse, para que los humanos le pudieran conocer.

Que Dios se haya vuelto un humano para venir a manifestarse es una verdad sumamente amplia. Es el postulado más impresionante que haya existido en toda la historia, es en muchos sentidos, el gran misterio encerrado por los siglos: “Indiscutiblemente grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1ª Timoteo 3:16).

Para venir a manifestarse en cuerpo humano, Dios tuvo que despojarse de sus cualidades divinas, esas cualidades que comparten los 3 seres divinos, a los cuales llamamos: “Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Ellos tres son Dios, ellos tres han existido siempre y siempre existirán. Pero uno de ellos decidió volverse como uno de nosotros, dejar de tener lo que ellos tienen, para ilustrarnos, para manifestarnos cómo es él, y cómo conocerle: “Haya en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres, y en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:5-9).

Cuando un humano entiende lo suficiente esta verdad, su vida es transformada totalmente, pues deja de darle importancia a las cosas de este mundo, y se concentra únicamente en las cosas celestiales, en las eternas. Es en este momento donde se convierte en un “loco” a la vista de los demás, porque ya no piensa, ya no habla, ya no actúa como los demás en el mundo lo hacen, se convierte en alguien espiritual.

El Señor Jesús enseñó (sabiendo de lo que hablaba) que para acceder a esta clase de conocimiento, y de vida, el ser humano debe despojarse de todo lo material, y enfocarse en el conocimiento que Dios le ha dado. Lea las siguientes palabras: “así pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:33). Estas son palabras verdaderas. Adán, por ejemplo, cuando Eva no quiso seguir con Dios, no quiso él renunciar a ella. Eso no le gustó a Dios. El Señor Jesús sabía eso.

Piénselo de esta forma: “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo. También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró” (Mateo 13:44-46). Los apóstoles creyeron en estas palabras: “Pedro le dijo: he aquí nosotros hemos dejado todo, y te hemos seguido, ¿qué, pues, tendremos?

Y Jesús le dijo: de cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y cualquiera que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mateo 19:27-30).

Este es una especie de negocio (es de hecho un pacto). Es como si Dios se acercara a usted y le dijera: “dame lo que te queda de vida, con todo lo que tienes, y te doy una vida eterna.” Yo le pregunto ¿no es un buen trato? Sin duda lo es. Esto que le escribo no lo entendía antes, pero lo entiendo ahora. De hecho se lo escribo porque creo que usted necesita saberlo.

Cada ocasión que Dios da más conocimiento acerca de él, lo que pretende es transformarnos más a su semejanza, que nuestro carácter sea transformado. Él se hizo carne para que nosotros pudiéramos conocerle, y así acceder al conocimiento que nos lleva a la vida eterna. Este fue su segundo propósito en su vida terrenal: compartir el conocimiento que él tenía: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan 15:15).

Dar a conocer lo que uno sabe de Dios es la evidencia de que valoramos lo que Dios nos ha dado. Es la evidencia de que creemos que es una “perla de gran precio”. Es también la evidencia de que nos estamos pareciendo a él.

El Señor Jesús dejó sus cualidades divinas voluntariamente para venir a dar el conocimiento de Dios. Así los que creen en él renuncian a todo lo que tienen para llevar el conocimiento de él a los que no lo tienen. Esto es parecernos a él, esto es caminar por donde él caminó. Esto es lo que la Biblia enseña.

Este pacto del cual le estoy escribiendo es para todos los que quieran, independientemente de su edad, género, raza o cualquier cosa. Todos los que quieran pueden hacerlo, pueden inscribirse. Pero no todos quieren aceptar esta luz: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas” (Juan 3:19-20). La mayoría de las personas en el mundo prefieren quedarse con las cosas y las vidas que tienen, en vez de entregarlas a Dios. Esto sucede porque no quieren una vida santa, sino una vida de pecado, de egoísmo.

El ser egoísta es justamente lo contrario a lo que es Dios. Es precisamente no parecerse a él. Al no dejar la vida, tal como la viven los que no conocen a Dios, no podemos comenzar la otra. En el cristianismo actual, se cree que se pueden tener las dos vidas, pero esto es imposible: “nadie puede servir a dos señores” dijo el Señor Jesús. Nadie puede ser abnegado y egoísta a la vez. Nadie puede ser como Jesús y como Satanás.

Si alguien se entrega por completo a estos dos propósitos de la vida del Señor Jesús, entonces puede llegar a ser como él: “el discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (Lucas 6:40). Nadie puede ser mejor que lo que él fue, pero se puede llegar a ser como él.

Lo que le estoy escribiendo parecerá una locura a todos los que no creen en el Señor Jesús. La mayoría de las personas dicen creer en él, pero en realidad no lo hacen. Algunos dirán que esto es una herejía, que son palabras del diablo. No es de extrañar que esto suceda: “bástele al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia (el Señor Jesús) llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa (los que creen en él)? (Mateo 10:25).

El Señor Jesús no sólo se despojó a sí mismo de sus cualidades divinas para venir a darnos a conocer a Dios. Sino que se hizo obediente hasta la muerte. Se espera lo mismo de nosotros, los que creemos en él. Aquellos que decían creer en Dios fueron los que mataron a Dios, cuando vino a este mundo. Pero antes de matarlo le persiguieron, en muchas ocasiones le rechazaron. Esto mismo le ocurre a todos los que son como él realmente. Los que realmente le conocen.

Todos los apóstoles fueron maltratados y finalmente martirizados. Todos, menos Juan, fueron muertos por causa de vivir como el Señor Jesús. Pero todos estuvieron de acuerdo en eso, pues ellos tenían el mismo sentir que el Señor Jesús. Todos murieron satisfechos, contentos. Uno de ellos fue Jacobo, el hermano de Juan. Él fue muerto por Herodes, dice la Biblia que fue a espada (Hechos 12:1-2). Jacobo no pudo servir por muchos años a su Señor. Fueron pocos días los que pudo dedicarse al servicio de Dios y de los hombres. Le mataron pronto. Pero eso no importa. Lo que importa es que estaba haciendo lo mismo que hizo su Señor.

No importa el tiempo en que nos llegó la invitación, si faltaba mucho o poco para nuestra muerte, lo que importa es ser como el Señor Jesús, en carácter y obra, en pensamiento y en acción, en el interior y en el exterior. Este es el propósito de esta vida. De esto depende la vida eterna.
Le he escrito todo esto, porque tengo una deuda grande con usted al no haberle escrito todos estos años. Tres años y medio en que no le compartí las buenas nuevas que nos vino a enseñar, desde el cielo, el Señor Jesús. Pero ahora que las conozco, y que las vivo verdaderamente, se las comparto.

Le he pedido a Dios en oración a mi Padre que me otorgue la oportunidad de guiar esta pluma y mis pensamientos con el objetivo de transmitirle adecuadamente la información. Le he pedido igualmente que usted la logre comprender.

Si usted decide tomar la invitación de pertenecer a la familia celestial, le adelanto que es sólo el comienzo de una vida llena de nuevos descubrimientos, de grandes profundidades, de inconmensurables alturas, de las más grandes esperanzas. Desde esta vida, lo que dure, usted comenzará a descubrir “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni siquiera se han imaginado los hombres” (1ª Corintios 2:9), y esto seguirá por la eternidad.

Dios quiere probarle, a todos en el universo, que él es amor. Él lo puede lograr a partir de las vidas de las personas transformadas. Usted puede ayudarle en ese objetivo.

Reciba de nueva cuenta mi petición de disculpa (por no haberle escrito antes), y mi sincero aprecio.

Hasta aquí la carta.

Que Dios les cuide.

Juan Carlos