lunes, 23 de agosto de 2010

La situación de los griegos

¿Por qué los griegos, acostumbrados a dioses humanizados, resistían a la predicación, a la enseñanza de que Dios se había convertido efectivamente en un humano? Después de todo, ¿No era eso lo que ellos precisamente creían? Es lógico hasta cierto sentido que los judíos resistieran a esta postura, puesto que ellos siempre habían considerado a Dios como alguien sumamente diferente a ellos, pero ¿los griegos?

Estas preguntas vinieron a mi mente recientemente al estar meditando en las cartas del apóstol Pablo a los corintios, y a los hebreos. Corinto era una ciudad griega a la cual Pablo llegó solo, después de haber predicado (y ser rechazado por la inmensa mayoría) en Atenas, la capital de Grecia. Al no haber cristianos aun y al no conocer a nadie en esa ciudad, el apóstol se juntó con Aquila, y con su esposa Priscila, puesto que Pablo sabía ejercer el mismo oficio que ellos. Al llegar Timoteo y Silas, compañeros de Pablo, a Corinto para ayudarle, encontraron que Pablo estaba completamente dedicado ya a la predicación del evangelio. Dios le dijo a Pablo que siguiera predicando, que había muchas personas que llegarían a creer al evangelio, cuya base es que Dios fue manifestado en carne humana. El trabajo duró un año y seis meses (Hech. 18:1-11).

Apolos, que era de Egipto pero judío de religión, fue evangelizado por Aquila y su esposa, quienes a su vez, ya habían sido evangelizados por Pablo. Dice Lucas que “le expusieron más exactamente el camino de Dios” (18:26). En realidad Apolos era un siervo de Dios, era elocuente y ya predicaba acerca de Cristo, aun antes de conocer a Aquila y Priscila. Pero cuando conoció de una forma más cabal, más profunda, mejor, “el camino de Dios”, llegó a ser mejor también su ministerio, el desempeño de sus labores para con Dios (18:24-28). Apolos fue enviado a Acaya, la cual es una región al sur de Grecia, cuya capital es Corinto. Estuvo, pues, en la ciudad de Corinto, donde primero Pablo había evangelizado.

Este es el contexto de las cartas de Pablo a los hermanos que fueron el producto de su predicación en la ciudad de Corinto. Y a ellos les escribe: “Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo. Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios” (1ª Cor. 1:17-18). Con estas frases el apóstol Pablo hace notar que los griegos, los residentes de Corinto, tenían sabiduría, pero terrenal, diferente a la sabiduría celestial, de la cual emanaba la enseñanza acerca de la cruz. Ellos eran “naturales” (los que sólo están vivos, los que tienen un nacimiento), por eso para ellos “la predicación de la cruz” era una locura: “pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1ª Cor. 2:14).

Hubo un día en que una parte de la creación de Dios decidió separarse de la convivencia armoniosa que impera en el cielo, en otras palabras, decidió separarse de Dios mismo. Dios tenía un plan para rescatar a los que llegarían a la existencia dentro de dicha ruptura (los humanos), y que no tuvieron la oportunidad de elegir de manera libre, como los que decidieron separarse. El plan, de hecho, estaba diseñado para reparar todos los daños colaterales. Por ejemplo, cuando una señorita se quema el rostro sufre un percance físico. Pero el mismo percance afecta también sus emociones, su intelecto y hasta su espíritu. Por otro lado, sus familiares sufren también al verle a ella sufrir. Por lo cual aunque el percance fue físico (una quemadura) y fue en un solo individuo (una señorita) la afectación engloba a todo el ser y a varios otros seres. Para curar el daño, no es sólo necesario hacer una cirugía de reconstrucción en la piel del rostro, sino que la curación, para verdaderamente sanar a la señorita, deberá incluir los demás aspectos de su ser, que deberá ser, al final de cuentas, un tratamiento colectivo, pues será necesario incluir a sus familiares también. De igual manera, el plan de la redención, no debería mirarse como “el plan de la redención del hombre”, sino “el plan de sanación para el universo”.

La predicación del apóstol Pablo, que él llama “la palabra de la cruz”, incluía todo lo anterior. Pero su centro mismo era que Dios, siendo el centro del orden universal, también debería incluirse en la ejecución del plan. De hecho, Dios es el que diseñó el plan, el que lo implementó, el que lo ejecutó, y es también el último y máximo beneficiario: “Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia. Porque preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies. Y cuando dice que todas las cosas han sido sujetadas a él, claramente se exceptúa aquel que sujetó a él todas las cosas. Pero luego que todas las cosas le estén sujetas, entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1ª Cor. 15:21-28). Al final, en “el fin” dice Pablo, todo estará sujeto a Dios, el autor del plan, y él será en todos los supervivientes.

La cruz misma era sólo el punto de partida para el desvelo de la sabiduría divina. Era el fundamento, era sólo el comienzo de lo que Dios se propone hacer. Es, siguiendo con la analogía de la quemadura de la muchacha, la reconstrucción de la piel de su rostro. Pero faltaba mucho más por hacer: “Porque nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo. Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa” (1ª Cor. 3:9-14). Al final, dice Pablo, habrá una “prueba” y “una recompensa”, un juicio en otras palabras. En el día de Jesucristo será probada la obra de cada uno, lo que sobreedificó sobre la cruz, sobre el Señor Jesús, que fue sólo el fundamento, sólo el comienzo.

A los griegos no les gustaba esta predicación, pues sabían que el Dios al cual Pablo predicaba, no era ajeno a las realidades de la vida de los hombres, de las criaturas, sino que estaba inmerso en ellas. Pablo había predicado en Atenas: “Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hech. 17:28). Esto implicaba que el juicio divino estaría basado en toda la vida del individuo, la cual el Dios de Pablo conocía por experiencia propia, no sólo en alguna parte de ella. Y, a diferencia de los dioses griegos que estaban plagados de errores, la mayoría de ellos morales (adulterios, incestos, poligamia, asesinatos, robos, mentiras, injurias, deslealtades, vanidad, etc.), el Dios de Pablo, el que Pablo predicaba, era un Dios que se había vuelto humano y había sido (y seguía siendo) intachable, aunque él anduvo entre humanos. Y eso era lo que ese Dios demandaba de sus seguidores, que aunque anduvieran en este mundo, no vivieran como tales: “Os he escrito por carta, que no os juntéis con los fornicarios; no absolutamente con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras; pues en tal caso os sería necesario salir del mundo. Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aun comáis” (1ª Cor. 5:9-11).

El cambio de vida era inminente, si querían participar de la herencia que Pablo les predicaba: la conversión de esta vida material, a una vida espiritual. La resurrección en todas sus formas: “Se siembra cuerpo animal, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo animal, y hay cuerpo espiritual. Así también está escrito: Fue hecho el primer hombre Adán alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante. Mas lo espiritual no es primero, sino lo animal; luego lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo. Cual el terrenal, tales también los terrenales; y cual el celestial, tales también los celestiales. Y así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial” (1ª Cor. 15:44-49). El problema de los griegos era el problema de todos los seres que no aman a Dios. El problema es que no quieren dejar la vida que llevan, y cambiarla por una nueva. Una vida nueva que no se ve, que sólo se espera con certeza, con convicción.

Maravillas de maravillas eran las cosas de las que el apóstol hablaba. Realidades infinitas e inimaginables, escondidas por siglos. Sabiduría de la más pura fuente, directas del que todo lo sabe. Pero para acceder a todo eso el humano debería estar dispuesto a dejar, y hacerlo en efecto, la vida material, esta realidad que nos rodea, que fue diseñada por el opositor de Dios: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1ª Cor. 9:24-27). No, los griegos no querían dejar la vida que llevaban, eran mejores sus creencias, según les parecía. ¿Por qué dejar los bienes, las comodidades, los placeres, los goces de esta vida, por fantasías, por creencias, por convicciones? Era una verdadera locura. Y lo sigue siendo.

“Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1ª Cor. 10:31). Dios había venido en carne humana. Dios mismo había mostrado y enseñado cuál era el camino que había que caminar para ir hacia esas realidades de las que ahora hablaba Pablo. Dios mismo se había abstenido de las cosas materiales, para poder ser agradable a él mismo, para ser congruente consigo mismo. Ahora, el apóstol Pablo le imitaba, y así enseñaba: “Sed imitadores de mí, como yo de Cristo” (1ª Cor. 11:1). Una vida espiritual, en un cuerpo humano. Una mente celestial, en un periodo terrenal: una gran verdad difícil de aceptar.


Juan Carlos